
(Números 12, 1 - 6)
Es de noche, la luna resplandece, ante mis ojos, se abre una flor del desierto. Me fijo en su belleza y en la serenidad de la noche, intentando aprehender siquiera un mínimo de paz, un remanso en medio de la rabia que últimamente me invade. Pienso en la ironía que supone el hecho de que, siendo tan bella la creación de Dios, en el mundo haya una injusticia tan flagrante. Esa cualidad mía que me dio fuerzas para salvar a Moisés interpelando a la hija del faraón, para guiar al pueblo cuando atravesamos el mar, para luchar contra la injusticia, está siendo minada. Primero, la humillación de ser expulsada del campamento, igual que un niño enrabietado a quien se echa de la mesa. Y luego, los rumores que empezaron a circular, cada día más intensos, hasta que cobraron visos de verdad. Que era Dios quien me había castigado, que era Dios quien me había expulsado y me había enviado la lepra. Un mensaje para silenciar a las mujeres que desean hablar honestamente y sin ambages, que prefieren decir abiertamente lo que piensan antes que utilizar su sexualidad o recurrir a añagazas o zalamerías. Una amenaza tácita de que esto mismo le sucederá a quien ose cuestionar el statu quo. Una idolatría de Moisés y de sus leyes, hasta el punto de que cuestionarlo a él o cuestionar esas leyes se convierte en una irreverencia contra Dios. Odio ser silenciada.
Voy a contarte mi historia.
No fui abatida por Dios por haber desafiado a Moisés. Nuestra disputa no era a causa de su mujer, ni tampoco fui castigada por lashon hara (lengua viperina). No; el problema era que teníamos visiones distintas de la comunidad; se trataba de una lucha por el poder, de una batalla política. Lo que estaba en juego era la diferencia entre una comunidad basada en el precepto dado por Moisés: “No te acerques a mujer alguna” (una distorsionada transmisión de palabras divinas) y una comunidad en la que varones y mujeres son iguales, trabajan juntos para crear una comunidad justa, comparten el poder y las oportunidades, dejan atrás la herencia de la esclavitud… Cuando revivo la visión de comunidad por la que yo, junto con otras mujeres y algunos varones, he estado trabajando tan intensamente, me enfado de nuevo.
Y luego tengo una visión…
Veo mujeres que luchan por la libertad y la igualdad, pero son repelidas, aunque luego vuelven a la carga. Esto se prolonga miles y miles de años. Siento desesperanza. Temo que esta lucha no conozca nunca fin. Que las mujeres tengan que volver a recrear la rueda una y otra vez. Pero si miro un poco más lejos, surge un rayo de esperanza. Veo que siempre habrá mujeres fuertes que continuarán la lucha. Y que, mientras perseveremos en ella, siempre tendremos la esperanza, el sueño, la posibilidad, de que por fin se realice nuestra visión de un mundo más justo.
(Midrash de Cris Schüssler Fiorenza en Elisabeth Schüssler Fiorenza, Los caminos de la Sabiduría, p. 238.)